Los que deberían cantar no lo hicieron
Días atrás asistí a una puesta en escena de Rigoletto de Verdi. Definitivamente resultó no ser una puesta más. Dieron cuenta de ello, tanto la cuidadosa presentación del evento- echando mano a artilugios impensables en los tiempos del compositor- como las singulares circunstancias que lo rodearon. En realidad se trató de la confrontación con aspectos medulares de la coyuntura que nos envuelve a todos.
Los que deberían cantar no lo harían, pero sí actuarían. Sí, el omnipresente Covid había afectado a treinta miembros del elenco. Los espectadores que al ingreso pasamos por estrictos controles de descarte del famoso bicho, nos dimos con él en el escenario. Al público se nos solicitó indulgencia con los suplentes. ¡Y sí que lo hicieron bien! Tanto aquellos como los espectadores dimos lo mejor de nosotros. Sin quizá percatarnos en el momento, nos adentramos en el mundo de Verdi, al tiempo que sentimos profundamente como se reflejaba en el escenario lo mejor, lo más constructivo de nosotros mismos de cara a la adversidad; es lo que encarna el arte verdadero.
La obra no sólo fue buena, sino buenísima, plena de voluntad de parte de los actores, de los cantantes, de los músicos y de la audiencia. Eran las ganas de participar, de no permitir que se nos arrebate la opción de afrontar, arropados por el hecho artístico los avatares de la vida. Dar al unísono con el escenario nuestro más potente do de pecho.
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